El resurgir de un fénix adolescente (versión en castellano)

   Nacho no es un chico como otro cualquiera, os lo juro. A simple vista puede parecerlo, pero en realidad es una caja de sorpresas de corroído resorte. Conocerlo bien no es tarea fácil, pero vale la pena. No tiene demasiadas amistades, pero espera todas las noches a que su madre llegue del trabajo. A las once de la noche le tiene preparadas unas cuñas de queso con embutido, membrillo y una copa de vino. Suelen hablar de pie hasta cansarse, y solo entonces se van para cama y prosiguen con sus respectivas lecturas, iluminados por la tenue luz de un candelabro.

  Ferrolana de nacimiento y espíritu inconformista, Blanca lleva toda una vida dedicándose a los demás. Fue percebeira desde muy joven, pues alguien tenía que hacer llegar el dinero a casa y el pan a la boca. En sus años de juventud, después de mucho ahorrar, se fue a la capital a estudiar traducción. Le dieron una beca, pero el alquiler no se pagaba solo. Lo suyo fue pura vocación, como hoy en día ya no se escucha. Unos años después tuvo un hijo sin estar casada, lo que la convirtió en el hazmerreír del pueblo. La historia se expandió como la pólvora, hasta tal punto que las señoras más finas le negaban la paz en misa. Tanto fue así que terminó por alejarse de la vecindad para centrarse en su hijo. Mientras su marido navegaba, ella le cogía los bajos a las faldas de las niñas por cuatro duros. Vigilaba a Nacho con un libro en una mano y un rosario en la otra, siempre con la angustia a la espalda. Aquel hombrecito fuerte de mirada noble observaba con lupa todo lo que para el resto pasaba desapercibido. Con cuatro años ya sabía hacer sus primeros nudos marineros, con los que recibía cada noche a su padre. Aquella mirada llena de alegría era el vivo reflejo de un inmenso potencial, que florecería años más tarde con su especialización en lengua sánscrita. Ya de los de su quinta fuera el primero en aprender el catecismo y el último en olvidar los versos de María Victoria Moreno. Siempre observador, meticuloso y preciso como un reloj.


Blanca es, en parte, la razón por la que Nacho vive para leer, pues entre los dos construyeron su santuario particular: una biblioteca. Como no podían permitirse comprar libros nuevos, limpiaban las cubiertas y cosían los lomos para luego clasificarlos en estanterías de madera al lado de la chimenea. Aquella era su única fuente de calor, y los libros; el mayor de sus disfrutes.


Breogán, su padre, siguiera la misma línea humilde y tradicional. Único varón de cuatro hermanos. Una mañana de invierno encontró un par de maletas en la puerta, pues se negara a seguir los pasos militares de su padre, algo impropio de un hombre. Prestó servicio militar en África y trabajó en los astilleros de Ferrol, al lado de su gran amor: el mar. A Blanca la conoció en sus años de juventud. Aquella chica esbelta de cabellos negros y voz de sirena que a menudo paseaba por el muelle fue la causa y la consecuencia de que la vida retomara su sentido. La noticia de una criatura en camino lo estremeció, no sabe si por la nostalgia de pensar en los futuros abuelos o por la responsabilidad que suponía asegurar una ración más en la mesa.


  Contra todo pronóstico, Nacho creciera felizmente entre anclas y gaviotas, comprando helados en el puesto del Náutico y construyendo relojes con la arena de la playa que luego emplearía como medida de tiempo para la vuelta a tierra de su padre. Por supuesto, aquel método resultaba poco fiable, pero desde su inocencia semejaba una gran idea. Más allá del sabor a marisco con sabor a algas y sal marina, en casa nunca tuvo conocimiento de grandes lujos. Así se nutrió del árbol de la felicidad. Fue al comenzar en secundaria, en el centro de la ciudad, cuando todo se volvió gris.

  • Es que tienes que saberlo todo? Tanta perfección me agota.

  • Nacho, eres un aburrido. Nunca quieres hacer nada. Ya vamos teniendo una edad, salir de fiesta es de lo más normal.

  • Pensar a largo plazo? Déjate de tonterías. Disfruta del hoy, Nacho, la juventud es un tesoro efímero y pasajero.


  Pero yo conozco muy bien a Nacho, incluso me atrevería a decir que mejor que nadie. Y puedo aseguraros que no era ningún loco, sino todo lo contrario. Sabía que todos esos vicios que incesantemente llamaban a su puerta no eran más que tentadoras distracciones en el camino del éxito. Había leído suficientes libros y escuchado suficientes testimonios para llegar a la conclusión de que podía prescindir de todas esas supuestas diversiones. Igual de consciente era de que, por supuesto, esto tenía un coste de oportunidad: la pérdida de amistades. ¿Valía la pena? Lo cierto es que nunca lo tuvo muy claro, pero solía creer que sí. Además, era todo un aficionado a los refranes populares. “Quien con lobos anda, a aullar aprende”, murmuraba de vez en cuando en un flaco intento de autoconvencerse. Esto le llevó a medir sus palabras, a cuestionarse cualquier comentario que llegara a sus orejas y a pasar más tiempo consigo mismo, sumergido en versos de otros tanto como en los suyos propios.


  En esta misma línea se movían la mayor parte de sus compañeros, como robots programados según un manual. Tan centrados en sus carencias y sus problemas del primer mundo que no eran capaces de ver más allá de unas fronteras muy delimitadas, donde ni la vida adulta ni el pensamiento a largo plazo tenían cabida. Los protagonistas de tan triste historia eran aquellos como Antía, que desfallece por llamar la atención en redes y va a veinte me gustas por minuto. O Victoria; ensimismada aún en las banalidades del instituto, más preocupada por el cotilleo que por selectividad. Carlos; distribuidor de alcohol y diversas sustancias de dudosa procedencia con los pulmones negros a los dieciocho. Falto de dinero para unas gafas nuevas pero siempre con suficiente para tabaco. Ramón; incapaz de meter una moneda al mes en la hucha porque la compra online se le va de las manos. Niñas de la quinta del 2005 que llegan a la adolescencia sin el más mínimo ápice de inocencia. Chavales con un altísimo potencial, voluntariamente aislados en una burbuja de confort y videojuegos. En los medios, manifestantes desatados que echan a perder las calles sin pararse a pensar en las consecuencias, como si no hubiera ley que estuviera por encima de ellos. En resumen, una generación nacida en un nido de plumas y algodones, con el biberón en la mano y la corona en la cabeza. Niñatos sin concepción de sacrificio, partícipes de la queja inagotable que llevan el vicio por bandera. Marionetas desprovistas de espíritu crítico, manejadas a su antojo por unos poderes corruptos hasta la médula. En adición a todo esto, la vigente política de bar y una tasa de paro juvenil que poco futuro prometía tenían a Nacho en un nihil novum sub sole constante, casi esperando un milagro. En medio de este desierto de pasotismo e ignorancia se encontraba él, aún consciente de un pasado lleno de pretextos en el que no veía más allá de su cigarro. Ahora quedaba aislado de todas esas nimiedad propias de la inmadurez. Absorto en la oratoria de Cicerón, subrayando los conceptos más relevantes a lápiz con sumo cuidado por si precisa recurrir a ellos en algún argumento futuro. Nacho, muy a su pesar, también formaba parte de esa sociedad de porcelana china.


  Fue la última mañana de curso de cuarto de la ESO cuando una especie de ángel de la guardia se acercó a él. Se trataba de la encantadora Agnes, la profesora de francés. Una mujer que rondaba los cincuenta, de pelo corto, fulares llamativos y sonrisa infinita. Nacho se disponía a recoger su material cuando, con un breve gesto, lo llamó a su mesa.

  • Mon cher élève, debes saber que estoy muy orgullosa de ti, y muy contenta por todo lo que estás consiguiendo. Fue un verdadero placer tener alumnos como tú este año, de verdad. Solo espero que no escuches esas voces oscuras que solo pretenden echarte hacia atrás, porque tienes un enorme potencial y una sensibilidad maravillosa. - hizo una breve pausa y lo miró fijamente-. Sé que algún día iré a una librería a comprar un libro tuyo.


  Aquellas palabras aliviaron su momentáneo dolor como el agua oxigenada cura las heridas. En aquella pequeña clase, pintada de verde y llena de pupitres, tomó conciencia de que, por extraño que le sonara, alguien velaba por él. De que, por fin, alguien ponía la mano en el fuego por su triunfo en la vida. Y de que no podía dejar que esa confianza se desvaneciera. Nacho tenía muchas misiones en la vida, propósitos llenos de ambición y deseo, pero su mayor misión era prosperar. En el colegio, en el trabajo, en casa y en el futuro. Como formado padre de familia y líder de importantes proyectos que aportasen a la humanidad un granito de arena, como aquellos que introducía de pequeño en sus relojes. Tan filosófico y soñador como él era, entendía el cambio como algo imprevisible e inevitable. Creía fielmente que las cosas pueden cambiar de forma mil y una veces, pero que aquellas que necesitamos estarán siempre a nuestro lado. Esa profunda reflexión era una de sus favoritas, y la replanteaba una y otra vez caminando por la orilla hasta encontrarle sentido pleno.


  El mar fue, durante la mayor parte de su corta existencia, una fuente inagotable de calma y protección. Pasara tantas horas al lado de aquella inconmensurable fuerza originada de las entrañas de la naturaleza que terminara dejándose guiar por ella. Sus sentidos, su alma y su instinto ya dependían del mar. De él se desprendió, muy a su pesar, al fallecer su padre, uno de tantos humildes y curtidos marineros devorados injustamente por las bestiales olas de Riazor. Dios sabe que aquel diciembre lloró tanto en la orilla que sus lágrimas se confundían con la arena. Sobrecogido por una amenazadora ausencia, buscó un nuevo hogar en el tesoro de las Rías Baixas. Allí siguió escuchando que estudiar humanidades no tenía salidas, que todo eso estaba anclado en el pasado y que acabaría trabajando en un puesto cualquiera sin gran remuneración. Pero Nacho se negaba a lidiar con la mediocridad, él siempre aspiraría a más. Así se lo enseñara su madre. Le pesaba dejarla allí sola, vestida de luto de los pies a la cabeza, pero a cada comentario desalentador respondía con un nuevo sello en el pasaporte: Montecatini, Lyon, Bristol, Texas… Pero siempre alguna fuerza invisible intentaba traerlo de vuelta. Cuanto más lejos estaba de su tierra, más morriña sentía por las noches. Volvió unos años después, tan solo como se había ido pero con el equipaje lleno de memorias, experiencias y conocimiento. Ahora era él quien relataba para su madre las historias del corazón de América, con la manos ligeramente posada en la suya.


  «El 11 de septiembre de 2001, una ingente cantidad de escombros cubría por completo los casi cuatrocientos árboles de la zona cero, provocando su muerte. Lo de las Torres Gemelas fue un desastre lleno de ironía, en el que el último ápice de vida allí encontrado es merecedor de unas sobrias líneas. Un peral de unos cuarenta años, por cuya recuperación nadie pagaba un centavo, volvía a florecer al ser cambiado de entorno. Me siento nostálgico porque precisamente ahí reside la fortaleza. A veces, el potencial es la llave maestra para la que el entorno es la celda. Por eso, desde aquí hago un llamamiento a todas aquellas personas deseosas de descubrir el color de su flor, para que pronto sepan cómo florecer.»


A Blanca le quedaban pocas razones para sonreír, pero cerrar los ojos cada noche al sonido de las líneas de su hijo era medicina para su alma. Así transcurrió la ya tardía adolescencia de Nacho, leyendo e inventando historias para sacarle una sonrisa a la que siempre fuera la mujer de su vida. Fue a los veinticinco cuando, después de seis meses de aislamiento, publicó su primer libro: “Las horas del mar desde un reloj de arena”, sobre las peripecias de la faena en agitadas mareas y el ansia de volver al hogar. Pero, quizá porque no supo transmitir el mensaje a su público, el récord de ventas no superó los dos mil ejemplares. O quizá fallara otra cosa. Su mundo laboral se veía frustrado y por las noches no recibía otra visita que la de la incertidumbre. Fruto de la desesperación por vivir y ganarse la vida internó a su madre en una residencia, ya con principios de Alzheimer. Se prometió a sí mismo que la visitaría varias veces al año, le dió un largo y amargo beso en la frente y acto seguido cogió un vuelo directo a Berlín sin fecha de vuelta. En cuanto a la casa y la librería, esa que con tanto cariño construyeran, quedaran a manos de Dios.


  No llevaba allí ni dos meses cuando el amor llamó a su puerta. Hablaba alemán y era editora, lo cual captó de inmediato la atención de aquel admirable hombre perdido por los caminos de la vida. En cuestión de horas, cualquiera intención de de interés propio y malicioso se desvaneciera por completo. Charlotte era una mente brillante, ingeniosa y especialmente cautivadora. Además de unos vertiginosos ojos azules, tocaba el piano de manera angelical. Le hacía tartas de zanahoria y corregía todos y cada uno de los textos que Nacho le mandaba, anotando en rojo cualquier detalle a mejorar. De hecho, así fue como le pidió una cita. Cogidos de la mano pasearon por la Antigua Galería Nacional, enriqueciéndose a cada paso de la majestuosidad de sus obras, impregnándose de cada miligramo de cultura e historia que podían aprovechar. Aquella escapada dio comienzo a los rotundos éxitos de un equipo que semejaba invencible. Con ayuda de Charlotte, el segundo libro de Nacho salió a la venta en Alemania, donde no dejó a nadie indiferente. Literalmente. Convirtió a su autor en el “gallego prodigio” dotado de una elegancia narrativa digna de estudio. Su cuenta bancaria comenzó a sumar ceros y su rostro ocupó hasta la última portada de La Voz de Galicia: “Nacho Barroso; el talentoso gallego que ya triunfa en Alemania.” Nunca hubiera imaginado que sería una mujer berlinesa quien lo llevara de vuelta a sus raíces, dándole luz verde a aquella misión que aún seguía encerrada en su cabeza: la prosperidad. Tituló aquel best-seller “El resurgir de un fénix adolescente”, hablando por y para toda la juventud presa en una celda de papel, para que luchasen por un exitoso porvenir. Recaudó todo el dinero posible, le propuso matrimonio a aquella mujer que tan rápido se ganara un hueco en su corazón y volvió con ella a su estimado hogar, ajena a toda fama interesada. Charlotte, como alma libre que era, no se pensó dos veces su respuesta. Ni respecto a la boda, ni para abandonar su país. Tras algunas gestiones, incluso consiguió que su madre estuviese de vuelta en aquella humilde morada para ver crecer un proyecto tan ambicioso como fuera su librería. Los miembros de la familia Barroso, tanto en la Tierra como en el cielo, tenían por fin esa tranquilidad y felicidad que tanto merecían. Como bien dejó por escrito Nacho, mi queridísimo hijo, en la dedicatoria de su libro:


  «La moraleja de esta historia mía es que nunca estaremos mejor servidos que por nosotros mismos. Es bien sabido que las palabras se las lleva el viento, especialmente aquellas desalmadas que nos son ajenas, y que el futuro deseado está reservado para los grandes soñadores. Pero deben saber que este futuro tiene sus cimientos en la dedicación, el esfuerzo y la constancia, valores que aprendí de mi padre desde pequeño. Navega lejos y vuelta alto, marinero. El mar y el cielo son para ti.»


***


  Era una fría y amenazante mañana de septiembre, que coincidía con el decimoquinto aniversario del fallecimiento de aquel eterno héroe. Parecía que las olas bailaban al sonido del viento, del canto de las gaviotas y de la caracola que sostenía en el lóbulo de la oreja al tiempo que una lágrima salada mojaba su mejilla. Por mucho que creciera, para algunas cosas seguía siendo un niño. El calor de la mano de su madre se mezclaba con el sudor, sin que esto hiciera que se separaran. Blanca era ya una viuda canosa y deteriorada, cuyos recuerdos se perdieran por quién sabe qué rincón de su memoria. La escena invitaba a la nostalgia, pues era tan vívida que casi podían escuchar su voz grave y jovial invitándolos a seguir viviendo, a terminar de cumplir las misiones de la vida que a él le fuera arrebatada antes de tiempo. Fue en ese preciso instante cuando Nacho comenzó a resurgir, esta vez de verdad. Como el ave fénix, el peral de la zona cero, y como todas aquellas cosas que por naturaleza desprenden vida.


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